Por: Kurmi Soto
En cierto punto de su iniciación, el joven e ingenuo Dorian Gray es introducido a un misterioso libro que termina por envenenarlo. La novela no tiene nombre pero Wilde la describe con profusión de detalles:
Era una novela sin trama y con un solo personaje, en efecto, era simplemente el estudio sicológico de cierto joven parisino que pasó su vida intentado recrear, en el siglo XIX, todas las pasiones y las formas de pensamiento pertenecientes a todos los siglos menos al suyo para, así, subsumar en sí mismo los varios estados por los cuales el espíritu del mundo había pasado, amando por su mero artificio aquellas renuncias que los hombres ciegos llamaron virtud así como aquellas rebeliones naturales que los hombres sabios todavía llaman pecados. El estilo en el que estaba escrito era curiosamente enjoyado, vívido y oscuro al mismo tiempo, lleno de argot y de arcaísmos, de expresiones técnicas y de elaboradas perífrasis que caracterizan el trabajo de los mejores artistas de la escuela francesa de los symbolistes. […] Era un libro venenoso. Un pesado olor a incienso parecía emanar de sus páginas y turbar la mente.[1]
El muchacho inglés queda entonces obnubilado durante muchos años por este “enjoyado” y “venenoso” texto que le turba el espíritu, coleccionando compulsivamente lujosas ediciones de ricos empastados. Sin embargo, El retrato de Dorian Gray veía la luz en 1890, casi quince años antes de que salga una de las más hermosas versiones de este críptico libro. A mediados de 1903, los talleres del famoso artista Auguste Lepère iniciaban una colosal –y finísima– obra que incluía 220 grabados a color magníficamente ornamentados. Para el 31 de diciembre de ese año, eran concluidos 130 ejemplares numerados de la obra más importante del escritor francés Joris-Karl Huysmans, À rebours.
El cuero repujado imita unas flores monstruosas y dentro, impresas en un delicado papel, se encuentran fantasmagóricas ilustraciones salidas de una imaginación febril pues À rebours no es sino una maravilla a contra natura. La falta de trama contribuye a este efecto de extrañeza ya que la novela puede ser tramposamente resumida en unas cuantas palabras. Jean Floressas Des Esseintes, último descendiente de una familia noble cuya sangre está agonizando, decide apartarse del mundo, hastiado de sus excesos. El texto se abre con estas consideraciones y narra su retreta en Fontenay-aux-Roses, donde el duque construye un paraíso artificial sur mesure. En su refugio, el personaje, cargado de un pesado atavismo y con los nervios a flor de piel, procede a instalar todos los estimulantes posibles para el cuerpo y el alma, invitándonos de esta manera a un viaje estático a través de los sentidos.
El estilo, que Wilde califica acertadamente como “enjoyado, vívido y oscuro al mismo tiempo”, reproduce esta búsqueda estética y, bajo la pluma de Huysmans, el francés se vuelve lánguido y caprichoso. Un ejemplo de esto es el título, intraducible al español: “Contra natura”, “Al revés”, “A contracorriente” o, lo más cercano a su significado, “A contrapelo”. En inglés se plantea un problema similar y tenemos tanto “Against The Grain” como “Against Nature”. Ciertamente, el eje central de la obra es una exploración “contra natura” pero no solamente eso sino que “rebours” también tiene una connotación negativa (contrahecho) y, en algunas acepciones, es incluso sinónimo de “desagradable”. La ambigüedad es el signo distintivo de toda la obra como también lo demuestra la descripción de Des Esseintes que Huysmans ofrece a su mentor, Zola: “cristiano y pederasta, impotente e incrédulo; schopenhaueriano por lógica, católico por esencia de terruño”, el duque encarna la decadencia.
En su prefacio de 1903, casi veinte años después de su primera publicación, el autor insiste además en que cada capítulo es una “sublimación”, un destilado finísimo que condensa literatura, música, pintura y placeres prohibidos. En medio de ensueños vaporosos e intempestivos, Des Esseintes se entrega entonces a las más intensas experiencias estéticas. Por ejemplo, en el quinto capítulo, dedicado al exquisito pintor simbolista Gustave Moreau, vemos surgir entre soberbios inciensos, a la seductora Salomé danzante de L’apparition. En este punto, la descripción se transforma en una poderosa visión que hipnotiza a nuestro solitario protagonista cuyas impertinencias sensuales fascinaron a más de uno y, en su época, constituyeron una invitación a la decadencia y a la corrupción. Sin embargo, la exploración decadente solamente puede desembocar en la muerte.
Entre todas las metáforas exacerbadas que desfilan en la novela, la que mejor representa su espíritu es, a decir del escritor Barbey d’Aurevilly, la imagen de la tortuga. En el quinto capítulo, Des Esseintes, buscando distraer el doloroso tedio que lo invade, decide adquirir uno de estos reptiles para que se desplace por encima de sus ricos tapices pero, al ver que los apagados colores del animal contrastan cruelmente con la opulencia de las alfombras, encarga a un orfebre que adorne su caparazón con las más delicadas piedras preciosas. El animal se convierte entonces en una inmensa joya viviente cuya composición es de un capricho en exceso descarado y cuyo brillo proviene de “escamas imbricadas por un artista de gusto bárbaro”. La pobre y humilde tortuga, triste hija de la naturaleza, no puede con el cegador, artificial, desmesurado lujo que la cubre y, finalmente, muere bajo el abrumador peso de la belleza.
Como la tortuga, Des Esseintes sucumbe a su neurosis aturdido por tanta hermosura. Su cuerpo y alma parecen resquebrajarse y sus fantasmas lo persiguen con mayor intensidad. En este momento, la novela llega al paroxismo, pues el duque se entrega a las más destempladas fantasías que, rápidamente, van degenerando. Nunca la decadencia había sido tan intensa y pecaminosa. Des Esseintes, excitado por los personajes piadosos de Dickens, se complace en recuerdos depravados de sadomasoquismo y de homosexualidad contra natura (pues la practica con una mujer). Sin embargo, su frágil salud lo obliga a consultar un médico y, tras su tratamiento, debe dejar su retiro, pero esta decisión o cualquier otra lo llevarán indefectiblemente a su muerte, ya anunciada desde la nota que precede el primer capítulo.
La obra de Huysmans constituye entonces una agonía en varios sentidos pues marca una ruptura definitiva con el naturalismo, cuyo declive era señalado por el autor ya en 1882, pero también condensa en ella toda una época en plena crisis espiritual del mal du siècle. Erudita, escandalosa y excesiva, esta novela es un magnífico compendio en el cual se puede leer a perfección el ocaso decimonónico. Tras su publicación en 1884, un entusiasta Barbey d’Aurevilly le dedicaba una reseña señera en la que sostenía que al autor de semejante libro solo le restaban dos opciones: la boca de la pistola o los pies de la cruz.
[1] Oscar Wilde, The Picture of Dorian Gray, London, Ward, Lock and co., 1891, p. 186-187. La traducción es nuestra así como las cursivas de énfasis.