El siempre magnífico Jean-Léon Gérome pintó, quizás, uno de los cuadros que mejor representa la expedición napoleónica en Egipto, el hermoso óleo Bonaparte ante la esfinge (1868). En él se encuentra, frente a una gigantesca y silenciosa estatua milenaria, el futuro emperador, pequeño ante la inmensidad del desierto.
Sin embargo, detrás suyo, vemos las inquietantes sombras de un ejército, sediento de conquistas. Este fuerte momento histórico marcó, sin duda, el provenir de Occidente en muchos sentidos y, hasta el día de hoy, seguimos sintiendo sus repercusiones. Una de ellas es la prohibición explícita, promulgada por edicto el 8 de octubre de 1800, del uso del cannabis.
Su antigua utilización médica ya había sido, sin embargo, profusamente documentada así como también sus otros empleos, especialmente en el textil. Los griegos, por ejemplo, no dudaron en incluirlo en sus farmacopeas mencionando sus propiedades curativas. En De materia medica –considerado como el manual médico más importante hasta el Renacimiento–, Dioscórides hace una mención especial a esta planta declarando que es “de gran utilidad” pero advirtiendo los peligros del consumo en cantidades importantes. Plinio el Viejo, por su parte, proporciona una serie de consejos sobre su buen cultivo en el libro XIX –dedicado al lino y a la horticultura– de su Historia natural e insiste en que su cosecha debe realizarse durante el equinoccio de otoño.
La Edad Media, empecinada con sus cacerías de brujas, marcó un claro declive en el empleo medicinal del cannabis aunque no su uso estratégico en tanto que fibra. Como tal, aparece en célebres –y magníficos– herbarios como los de Otto Brunfels y de Hieronymus Tragus, que firman el comienzo del Renacimiento. Asimismo, lo encontramos velado el Tiers livre del infalible Rabelais. En los cuatro últimos capítulos de esta obra, el narrador menciona una curiosa y mágica hierba verde llamada “pantagruelión”, muy parecida al apio y cuyas propiedades, no cabe duda, remiten a nuestro cannabis pues incluso un diccionario de consulta como lo es el Littré lo afirma contundentemente. El capítulo L nos proporciona con lujo de detalles sus formas de preparación y aconseja, como la Historia natural, su cosecha durante el “aequinocte automnal”. Con muchos juegos de palabras, Pantagruel, como un alquimista, procede entonces a macerarla y después cocerla, asegurando el reinado del pantagruelión sobre la Francia del medioevo
Empero, para el siglo XIX, Occidente había olvidado por completo la existencia de esta planta que habría de ser “redescubierta” durante los viajes de los románticos hacia tierras lejanas (siguiendo en esto a Napoleón). Sin duda, el doctor Jacques-Joseph Moreau (1804-1884), mejor conocido como Moreau de Tours, fue el primero en interesarse seriamente en ella. Durante su estadía en Oriente entre los años 1836 y 1840, Moreau quedó impresionado con el hachís y vio en él una posibilidad de exploración de psiquis humana, tesis que defendió en su libro de 1845, Du hachish et de l’aliénation mentale: Études psychologiques (“Del hachís y de la alienación mental: Estudios sicológicos”). El gigantesco estudio, que abarca más de 400 páginas, constituye un verdadero documento histórico que incluye las opiniones de renombrados médicos de la época y que propone, de forma muy concreta, sus usos terapéuticos.
A pesar de la prohibición napoleónica –que, al parecer, fue válida solamente en territorios alejados y no en la metrópolis–, el siglo XIX vio con muchísima curiosidad esta hierba pues, alrededor de Moreau de Tours, se conformó el famoso Club des hashischins animado por Théophile Gautier como una suerte de salón de fumadores. A parte de estas experiencias estéticas que involucraron en gran medida a artistas entre los cuales Charles Baudelaire es el más famoso pero no el más asiduo, la farmacopea le prestó particular atención al cannabis y comenzó a difundirlo. El caso más emblemático es el de los señores Grimault et Compagnie que comercializaron, durante la segunda mitad de siglo, pequeños “cigarrillos indios” a todos los rincones del planeta. En un aviso de 1874 del periódico peruano La patria (en el que Julio Lucas Jaimes hacía de las suyas), leemos todas las propiedades que le eran atribuidas a este fascinante producto:
Todos los específicos empleados hasta el día para aliviar el asma y las afecciones de las vías respiratorias tiene por base sustancias tóxicas que dejan una gran pesadez sobre el cerebro y cuya influencia sobre la inteligencia y la salud en general son sumamente perniciosas. Las propiedades del principio activo del cáñamo de Bengalo [sic] que contienen nuestros cigarrillos son tan admirables que apenas se han aspirados unas bocanadas de su humo se nota ya mayor facilidad en la respiración, menos ahogos, en una palabra, UN ALIVIO TAN COMPLETO como rápido e inofensivo […]. El único remedio seguro y que puede recomendarse con confianza contra el asma, los catarros nerviosos, la laringitis…
Esta misma publicidad pobló los diarios de distintas regiones y se tradujo a cuantiosos idiomas sin mucha variación. Aunque no hayan datos fidedignos que nos permitan comprobarlo, este es el primer testimonio de la llegada del cannabis a las costas sur del Pacífico.
El siglo XIX constituyó entonces un período fasto para la planta, cuyo consumo no tardó en extenderse a lo largo y ancho del mundo, pues para el año 1880, existían más de quinientos haschisch-parlors en Nueva York. Sin embargo, el nuevo siglo no iría a ser tan tolerante y, pronto, junto con la prohibición puritana del alcohol, el cannabis era clasificado como ilegal en Estados-Unidos. En publicidades de los años 1930, auspiciadas por el Federal Bureau of Narcotics, vemos una serie de argumentos contra su uso que, aún hoy en día, prevalecen y que justifican su diabolización casi cien años después.
* Publicado originalmente en El Desacuerdo