Farmacopea canábica II: Una fantasia de Théophile Gautier Jacques-Joseph Moreau, Du hachisch et de l’aliénation mentale, Paris: Librairie de Fortin, Masson et Cie., 1845, pp. 20-22.

En la nota que precede la edición de las Fleurs du mal de 1868, Théophile Gautier, gran amigo de Baudelaire, cuenta cómo se conocieron en 1849 pues ambos eran vecinos en la fastuosa y curiosísima residencia –que Gautier describe casi caprichosamente– del pintor Ferdinand Boissard y no tardaron en encontrarse. En el salón de este célebre hôtel del quai de Anjou, magníficamente decorado, se reunía en “misterioso cenáculo” un gran número de artistas como Daumier, Nerval, Delacroix, Dumas, Flaubert o Balzac para compartir sesiones con el doctor Jacques-Joseph Moreau en las que experimentaban con el dawamesc, una preparación aromatizada de hachís que Moreau no tardó en difundir en la capital francesa y que, en los Paradis artificiels, Baudelaire describe como una “jalea” hecha de la “mezcla de extractos grasos y azúcar con diversas especias como vainilla, canela, pistachos, almendras, almizcle”. Estas experiencias dejaron una huella profunda en Gautier quien las recordó en más de una ocasión y que, en la época, se resumían en el latinismo fantasia, visión, sueño, imaginación. En 1846, la famosa Revue des Deux-Mondes publicaría una evocación en la que Gautier narra estas asambleas: “Una noche de diciembre, obedeciendo a una misteriosa convocatoria, redactada en términos enigmáticos, solamente comprensibles para los afiliados e ininteligibles para los otros, llegué a un barrio alejado, una especie de oasis de soledad en medio de París […], era en una antigua casa de la isla Saint-Louis, el palacete Pimodan, donde el extraño club del que formaba parte hace poco se reunían en sesiones mensuales a las que iba a asistir por primera vez”. Moreau, como buen médico, dejó consignadas estas exploraciones en su señero Du hachisch et de l’aliénation mentale. A continuación, proponemos una pequeña traducción de las ensoñaciones de Théophile Gautier en el Club des Haschichins que Moreau incluyó en su obra.


Uno de nuestros escritores más distinguidos, M. Théophile Gautier, escuchó hablar de los efectos del hachís. Me comunicó su vehemente deseo de poder juzgarlo por él mismo, admitiendo sin embargo que era un poco incrédulo. Me apuré en satisfacerle, convencido de que bastarían unos cuantos gramos de dawamesc para hacer buena y pronta justicia a sus reparos. En efecto, la acción del hachís fue aún más potente y penetrante porque aquel que lo probaba le temía menos y porque se encontraba, por así decirlo, al desprovisto. M. Th. Gautier hizo una reseña en un periódico (La Presse) acerca de los principales episodios de la fantasia de la cual formó parte. El hachís no podría haber encontrado más digno intérprete que la poética imaginación de M. Gautier; sus efectos no podrían ser pintados con colores más brillantes y, me atrevería a decir, locales. ¿Es acaso necesario añadir que el resplandor del estilo y quizás también un poco la exageración en la forma no deben de ninguna manera suscitar desconfianza hacia la veracidad del autor que, en definitiva, no hace más que expresar sensaciones familiares para aquellos que han experimentado el hachís? “Tradicionalmente, dice M. Th. G.٭٭٭, los orientales, a quienes su religión prohíbe el uso de alcohol, han buscado satisfacer, a través de diversas preparaciones, aquella necesidad de excitación intelectual común a todos los pueblos y que las naciones de Occidente han contentado por medio de bebidas espirituosas y fermentadas. El deseo del ideal es intenso en el hombre aunque intente, tanto como pueda, soltar los lazos que sujetan el alma al cuerpo; y como el éxtasis no está al alcance de todas las naturalezas, bebe júbilo, fuma olvido y come locura bajo la forma de vino, tabaco y hachís. ¡Qué extraño problema! ¡Un poco de licor rojo, una bocanada de humo, una cucharilla de pasta verdosa, y el alma, esta esencia impalpable, se modifica al instante! Las personas serias hacen mil extravagancias, las palabras brotan involuntariamente de la boca de los silenciosos: Heráclito ríe a carcajadas y Demócrito llora.


¡Al cabo de algunos minutos, un adormecimiento general me invadió! Me parecía que mi cuerpo se disolvía y se volvía transparente. Veía claramente en mi pecho el hachís que había comido bajo la forma de una esmeralda de la que se escapaban millones de pequeños destellos. Las cejas de mis ojos se alargaban infinitamente, envolviéndose como hilos de oro sobre pequeñas ruecas de marfil que giraban solas con una deslumbrante rapidez. Alrededor mío, caían chorros de agua y pedrerías de todos los colores, motivos renovados sin cesar que no sabría comparar sino a los juegos del caleidoscopio; incluso veía de rato en rato a mis compañeros pero desfigurados, mitad hombres, mitad plantas con aires pensativos de ibis, parados sobre una pata de avestruz, batiendo las alas, tan extraños que me partía de risa en mi rincón y, para hacerme partícipe de la bufonería del espectáculo, me puse a lanzar almohadones al aire, atrapándolos y haciéndolos dar vueltas con la rapidez de un malabarista indio. Uno de estos caballeros me dirigió un discurso en italiano que el hachís, por su omnipotencia, me tradujo al español. Las preguntas y respuestas eran casi razonables y discurrían sobre cosas sin importancia, noticias de teatro o literatura […]. Transcurrió apenas una media hora cuando volví a caer bajo el efecto del hachís. Esta vez, la visión fue más enrevesada y extraordinaria. En medio de un aire confusamente luminoso, revoloteaban, en un enjambre perpetuo, miles de mariposas cuyas alas zumbaban como abanicos. Gigantescas flores en cálices de cristal, enormes malvas reales, camas de oro y plata surgían y se desplegaban alrededor mío con una crepitación similar a los bouqués de fuegos artificiales. Mi oído se desarrolló prodigiosamente: escuchaba el ruido de los colores. Sonidos verdes, rojos, azules, amarillos, llegaban a mí a través de ondas perfectamente nítidas […]. Más de quinientos péndulos me cantaban la hora con sus voces aflautadas, resonantes, argentadas. Cada objeto rozado devolvía una nota de armónica o de harpa eólica. Yo nadaba en un océano de sonoridades donde flotaban, como islotes de luz, algunos motivos de Lucia y del Barbero.