Por: Kurmi Soto
En 1562, Diego Gutiérrez, cartógrafo de la Casa de Contratación, publica en Amberes un precioso y críptico mapa en colaboración con el célebre grabador Hieronymus Cock. Se trata de uno de los documentos más impresionantes de la épica americana del siglo XVI, sus proporciones poco usuales pero muy evocadoras (93 por 86 centímetros, el mapa grabado más grande de la época) así como sus detalles, hacen de éste una puerta hacia el Nuevo Mundo. Es pues la Americae sive quartae orbis partis nova et exactissima descriptio, una “descripción moderna y bastante precisa de América, cuarta parte del mundo”, realizada a pedido del rey Felipe II de España. No es, sin embargo, un mapa náutico o simplemente indicativo, sino un “mapa ceremonial” como lo precisa John R. Hébert, el director del Departamento de Geografía y Cartografía del Museo del Congreso, donde éste se encuentra custodiado. En él tienen cabida todos los seres fantásticos que pueblan el océano y la tierra, el Dios del Mar, Neptuno con su tridente en mano, encabeza la carrera apresurada de los barcos hacia la cuarta parte del mundo, donde les esperan gigantes, cerros ricos, y la promesa de lo desconocido. Un misterioso río en forma de serpiente que se adentra en lo más hondo del continente y, más al sur, otros afluentes parecen dibujar un gigantesco árbol que se extiende por casi todo el actual territorio del Brasil.
No está demás señalar que Cock fue el grabador que dio a conocer a los grandes pintores flamencos como el Bosco y Brueghel el Viejo gracias a sus reproducciones y es en este mismo taller de grabado, bautizado acertadamente como Aux quatre vents (“A los cuatro vientos”), donde nacen también estos seres americanos. Súbitamente, el Renacimiento ve resurgir sus antiguos mitos pero, esta vez, acompañados y resignificados por la presencia de esta América, tierra “imprevista e imprevisible” como la describe Edmundo O’Gorman. Por eso, numerosos artistas de la época quedarán profundamente impresionados por ella. Ya en 1520, el misterioso y complejo Durero cuenta en su Diario de viajes que, tras el paso de la corte de Carlos I por Bruselas, quedó maravillado al ver los presentes que Cortés acababa de enviar al rey. “En [ellos] he encontrado objetos maravillosamente artísticos y me he admirado con los sutiles ingenios de los hombres de estas tierras extrañas”, escribe el grabador de Nuremberg.
Menos exacto (contiene un archipiélago fantasma y una deformación muy notoria de este a oeste) pero sin duda igual de onírico es el mapa del francés Théodore de Bry, quien dedicará gran parte de su vida a imaginar lejanos pueblos de caníbales en medio de densas selvas brasileñas. La Americae pars magis cognita, realizada en 1602 en Frankfurt, muestra una América del Sur inundada de ríos – se trata, en efecto, de un mapa corográfico de las regiones como lo explicita su título (“Chorographia nobilis et opulentae Peruvanae provinciae…”) pero sutilmente poblada de criaturas de otros tiempos puesto que al extremo sur aparece la mención de un Giganto Regio, un reino de gigantes y de antropófagos. La ornamentación, con detalles muy similares a los de Gutiérrez, presenta también las mismas bestias marinas, peces que nadan con soltura en una ya no tan infinita “mar océana”. Más crudo y más impresionante es el grabado de De Bry dedicado a las minas de Potosí y destinado a ilustrar la Historia Indiana del jesuita José de Acosta. En un ambiente ominoso, queda plasmado un cerro abierto por la mitad pero negro como la noche. Desde las profundidades, una escalera inundada de hombres sube hasta la cúspide como un extraño recuerdo de la Torre de Babel de Brueghel el Viejo.
Muchos cartógrafos, artistas, viajeros y buscadores de fortunas estarán guiados por estas imágenes del magnífico continente de contornos grandiosos y a veces sobrenaturales y muchos serán los ilustres desconocidos que intentarán plasmar estas inmensidades en sus obras. Uno de ellos es un curioso cura secular que, ávido por conocer el Nuevo Mundo, se embarcará a las Indias Occidentales en 1566 y pasará toda su vida asombrado ante los pueblos y los paisajes de estas antípodas. El archidonés Miguel Cabello Valboa es el autor de una monumental obra bautizada con el nombre de Miscelánea Antártica (1576-1586), un libro poco estudiado pero que alberga en sus páginas el mismo espíritu renacentista de estos artistas grabadores. Se trata de un inmenso relato que va desde la creación del mundo (aquella que pintara El Bosco en las puertas del tríptico del Jardín de las delicias) hasta el imperio incaico, contando con arte y precisión la inmemorial historia del ser humano.
En esta cuarta parte del mundo, que remite de forma indefectible a los comienzos del tiempo, aparecen seres fantásticos como los gigantes y personajes populares del Medievo como el Preste Juan junto con patriarcas bíblicos y emperadores americanos. En medio de grandes cantidades de erudición, el lector contempla la progresiva edificación del Tawantinsuyo así como la aparición de otras civilizaciones como la cultura Lambayeque. En medio de la actual selva peruana, nos cuenta Cabello, unos misteriosos hombres iniciaron un éxodo escapando de una dominación inminente, guiados por Naylamp, el enviado del viento, cargando a cuestas la figura de su ídolo hecha en jade llamado Llampayeq. Poco se sabe sobre este hecho, consignado por un reducido número de autores, entre los cuales nuestro cronista es el más temprano..
Cabe entonces preguntarse acerca de los otros secretos que habrá penetrado este hombre sediento de sabiduría. Su vida es un largo viaje que va desde los Flandes, donde combatió en su juventud, hasta Camata, en el norte del actual departamento de La Paz donde murió posiblemente en el año 1608. Entretanto, recorrió gran parte del subcontinente sudamericano tratando de plasmar, como los maestros flamencos, “mucha grandeza de un mundo a nosotros oculto”.
* Publicado originalmente en El Desacuerdo