Como muchos grandes escritores, Nikolai Gógol (1809-1852) tuvo que conformarse con un modesto –por no decir mediocre– empleo de oficinista en el cual, sin duda, no sobresalió. De hecho, todo indica que el inmensísimo autor ruso nunca se destacó particularmente en nada (que no fuera la literatura) y que, cuando quiso hacerlo, no lo logró. Pensemos, por ejemplo, en la larga y estéril etapa que siguió a su fervorosa conversión pero también en su corta carrera de profesor universitario en la que brilló por su ausencia y que Iván Turguéniev –otro coloso– describe con mucha gracia y con cierta incredulidad en su autobiografía, concluyendo que el señor Gógol-Yanovski, como se hacía llamar, “había nacido para instruir a sus contemporáneos; pero no desde la cátedra”.
Por su parte, el siempre lúcido Vladimir Nabokov, al iniciar con él su fundamental Curso de literatura rusa, hace de Gógol el pilar fundacional de la prosa rusa sin, por lo tanto, olvidarse de mencionar esta relación tan característica entre nuestro autor y la mediocridad: “Gógol era una criatura extraña, pero el genio es siempre extraño; es únicamente el saludable mediocre que hay en nosotros”.
Empero, esta literatura no hereda de la fina y romana aurea mediocritas de Horacio sino que es la primera en inventar, a principios del siglo XIX, la mediocridad tal como la conocemos: llana, vil, burocrática y desmesurada. De hecho, el ruso, esa misteriosa lengua que ha dado tantos y tan grandes escritores, tiene una palabra para describir la pequeñez de todos estos personajes que pueblan las obras de teatro, los cuentos y las novelas de Gógol: póshlost. Este término, imposible de traducir, hizo correr mucha tinta y en particular la de Nabokov quien le dedica, al final de su Curso de literatura rusa, un estudio muy preciso. En este apartado, el genial escritor y crítico se complace caracterizando al pequeño-burgués de ideas obtusas, satisfecho y triunfante en su mediocridad. Sin embargo, para él, el póshlost va más allá del “mal gusto”, la “bajeza” o la “simpleza de espíritu” e implica también la idea de una impostura tanto moral como estética, una ceguera autocomplaciente incapaz de trascenderse a sí misma. “Todo lo que es verdadero, honesto, bello no puede ser descrito como póshlost” pero en definitiva sí puede aplicarse a estos nuestros seres gogolianos, filisteos por excelencia, verdaderos poshliaki que deambulan eternamente encorvados por la avenida Nevski y que el lector recodará con algo de melancolía y otro poco de aversión.
En su ensayo sobre Las almas muertas, Nabokov sostiene que “hay algo de rollizo y lustroso en el póshlost, y ese lustre, esas curvas rellenas atraían al artista en Gógol”. Por eso, para él, Chíchikov, el pequeño, grasiento y endemoniado funcionario que protagoniza esta novela, es la encarnación perfecta del poshliak, un individuo oscuro y grotesco que bien podría ser una manifestación (bastante mediocre) del diablo. Este personajillo está complementado por varios otros de la amplia fauna gogoliana pues hay para elegir. Las correspondencias son evidentes, por ejemplo, con el joven advenedizo Jlestakov de El inspector y muchos han buscado encontrar en ambas obras una crítica de la sociedad, una sátira punzante y corrosiva que no perdona el más mínimo detalle.
Es difícil saber a ciencia cierta qué era lo que pretendía Nikolai Gógol a través de su escritura pero sí es evidente que con ella logró crear un mundo regido por el póshlost. San Petersburgo, bajo su pluma, se transforma en la desaforada caricatura de una gran ciudad poblada por monigotes que se mueven entre lo absurdo y lo mediocre.
Uno de los mejores y más logrados ejemplos de este tan curioso fenómeno social llamado póshlost es “La nariz”; un cuento “sucio y trivial”, según sus contemporáneos, en el que Kovaliov, un asesor colegiado, se despierta sin nariz que, sin previo aviso, parte por su cuenta y decide hacer su vida como empleado público. El pobre hombre, desesperado, la busca por doquier hasta encontrarla:
“A los dos minutos apareció la nariz. Llevaba uniforme recamado en oro, con cuello alto, pantalones de gamuza y espada al cinto. Por su sombrero adornado con plumas se notaba que se trataba de un consejero de Estado”.
Nunca mejor consejero de Estado que una nariz… y nada más póshlost.